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El campo tiene su propio relato: Un jefe de patrulla rural  “en deconstrucción” protagoniza esta trilogía de novela policial escrita por una periodista de Bichos de Campo

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¿Es o se hace? ¿Las cosas son como son o como parecen?, se pregunta Celestino “Sapo” Ballesteros, jefe de patrulla rural de 9 de Julio que a sus 45 años se encuentra dándole un giro a su vida y replanteándose muchas cosas. 

“Una semana es demasiado” es la primera de una trilogía de novelas policiales rurales editada por la editorial La Escena del Crimen, dedicada al policial argentino y que apunta a recuperar la tradición de las colecciones de antaño, como la tan conocida e impulsada por Borges y Bioy Casares en la década de 1940.

La autora de la trilogía es Lola López, bajo el seudónimo de Lola Quai, cronista habitual de Bichos de Campo. “Son novelas cortas, con humor y con un ´poli en deconstrucción´”, grafica al referirse a las historias y a este jefe de patrulla rural que se enfrenta a casos que por momentos no comprende del todo 

A continuación presentamos el inicio de “Una semana es demasiado”:

Cuando hizo clic en el botón de Efectuar el pago, el Sapo Ballesteros experimentó un doble sentimiento: satisfacción por la misión cumplida -una frase que usaba a menudo- y una intensa inquietud que se le desataba por todo el cuerpo. A la vez, esta inquietud también obedecía a dos razones: a que no le gustaba usar su tarjeta de crédito por internet y a que acababa de comprometerse a pasar una semana con una total desconocida en un pueblo totalmente desconocido y en una casa que iba a conocer el mismo día que a la mujer y al pueblo. 

Se había hecho el distraído durante bastante tiempo pero ya no podía negar que haber cumplido cuarenta años (hacía ya cuatro) le había dejado alguna huella y, ciertas cosas que hasta ese momento no habían tenido importancia, de pronto empezaron a tenerlas. La inminencia de un nuevo cumpleaños y el hecho de que ya hacía varios meses que vivía de nuevo con sus padres eran el detonante para decidirse a conocer a “alguien” por las redes. 

Se acercaba el verano y luego de apenas un mes de chateo con Larissa de Porto Alegre acordaron encontrarse en lo que ambos coincidieron en denominar medio en broma y bastante en serio, un lugar “a medio camino y en un país neutral”: Punta del Diablo, bien al este de Uruguay. Según lo que había visto en distintas páginas, se trataba de un pueblo de pescadores de 800 habitantes, con simpáticas cabañas de madera cerca de la playa y con un plato típico que parecía ser la locura de los visitantes: empanadas de sirí (un cangrejo de la zona) acompañadas de buñuelos de alga. También, aparentemente, era un destino muy buscado por  surfistas ya que varias de sus playas eran perfectas para batir récords entre las olas.

Los ojos de Ballesteros se detenían en las fotos que retrataban la arena blanca, las comidas y los momentos de felicidad que era posible pasar en Punta del Diablo, según el portal del mismo nombre y que también sugería lugares “para descubrir”, excursiones en cuatri entre los médanos y paseos por otros balnearios cercanos. Encadenada a la imagen del cuatriciclo a su memoria vino un verano en el que había ido con sus padres y sus hermanos mayores a pasar las vacaciones a Marisur, una playa famosa por sus dunas y bosques. Al segundo día decidieron hacer una excursión al Bosque Encantado, un paraje donde se percibía una energía muy especial (eso le había oído decir a su madre) y que por ese motivo acudían personas de todo el país y hasta del mundo para visitarlo. Además de la familia Ballesteros, a la excursión se sumaron a último momento dos chicas de Nagoya, según dijo el guía. “Rima con argolla”, pensó el Sapo en ese momento y nunca más se olvidó de la ciudad japonesa.