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El Cine y el Holocausto: los límites de la representación

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A mediados de mes se estrenará en la Argentina “Zona de interés” (“Zone of Interest”, Reino Unido, 2023), que competirá por los premios Oscar tanto en la categoría de Mejor Película Internacional como Mejor Película (además de estar también nominada a Mejor Dirección, Jonathan Glazer; Mejor Guión Adaptado y Mejor Sonido). Más allá de sus valores, que se evaluarán en su momento, lo que este film vuelve a poner en primer plano, y de una manera ejemplar, es uno de los dilemas éticos que desde mediados del siglo pasado que comprometen no sólo al cine sino a todas las artes: la posibilidad, o no, de representar gráficamente el Holocausto.

“Zona de interés” está basada en la novela homónima del narrador inglés Martin Amis, quien inesperadamente murió de forma casi simultánea a la première del largometraje, el año pasado en el Festival de Cannes. Señalemos, de entrada, que su libro y la versión para el cine (se habla de una adaptación “libre”) no guardan mayores semejanzas más allá de la elección del protagonista, el Obersturmbannführer Rudolf Höss (que no debe ser confundido, pese a su pronunciación casi idéntica en alemán, con el otro criminal de guerra nazi y lugarteniente de Hitler, Rudolf Hess) y su familia, a quienes se ve durante buena parte del film en idílicos marcos campestres alemanes. Höss fue el comandante principal, durante cinco años, del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, y cerebro y mano ejecutora del genocidio allí perpetrado.

Amis, que ni siquiera menciona por su nombre a Höss (lo llama Paul Doll), desarrolla una compleja historia de venganza personal del jerarca nazi, narrada a tres voces; un complot contra su propia mujer, que se involucró con otro camarada, y subraya de tal modo lo horroroso de la situación al dejar, en segundo plano, las atrocidades que se cometían a espaldas de ellos, Esto es, pone en escena, con ribetes de absurdo, una historia de amor y celos entre los ejecutores de ese infierno, lo que recuerda la célebre frase de Theodor Adorno sobre la imposibilidad de volver a escribir poesía después de Auschwitz.

La elección de Glazer fue distinta en cuanto a lo argumental aunque no en lo conceptual: en la película nada de aquella intriga amorosa está presente. Lo que hay es la más llana cotidianeidad de los Höss, una familia “modelo”, de calendario, con los chapuzones en el río, las caminatas con los hijos por los bosques y senderos bucólicos, pero, desde ya, en la “zona de interés”: esta expresión era la forma eufemística, de brutal cinismo, con la que el nazismo denominada al enclave de Auschwitz y sus aledaños; el Este al que alentaban a muchas familias a trasladarse para continuar con la expansión aria por Europa.

Lo que hace la película, entonces, no es escamotear las imágenes y aumentar, por eso mismo, la dimensión del espanto a través de una intriga intrapersonal, sino que filtra pequeñas escenas en las que se vislumbra aquella tragedia de la humanidad en los actos “banales”, como los calificaría Hannah Arendt, de la vida cotidiana: la esposa de Höss y algunas amigas, que se prueban ropas cuya proveniencia no ignora el espectador (ni ellas, desde luego), o comentarios del tipo: “encontré un diamante dentro de un dentífrico. ¡Qué ingenio tienen para esconder las cosas!”. Otra escena, espeluznante, es cuando descubren, en el río, donde están disfrutando los chicos, una pieza dental que llegó hasta allí.

Si el mayor dilema de Höss es el traslado a Oranienburg y el deber de dejar el “paraíso” de su casa, lindera al campo, lo que la película deja ver, y jamás muestra (del mismo modo que los comentarios de las mujeres antes citadas) es la consumación del Holocausto: sí se ve, en el horizonte, el humo de los hornos crematorios; los altos muros de cemento y el alambrado vecino; los tristemente célebres carteles de Achtung. Y, en una de las mejores escenas, la llegada de un tren de prisioneros sin que se vea ni el tren ni los prisioneros: sólo el perfil del comandante en primer plano, poco a poco cubierto hasta el blanco total por el vapor de la locomotora, y como fondo sonoro, el ladrido de los perros y los lamentos de los condenados.

Antecedentes

El personaje de Höss se había hecho famoso en la literatura europea por la novela del francés Robert Merle “La mort est mon métier” (“La muerte es mi oficio”, 1962), una autobiografía ficticia basada en las memorias reales del protagonista, “Comandante de Auschwitz”, novela de la que la película parece tomar prestada una escena: la planificación de las matanzas. Höss no fue juzgado en Nürenberg; allí sólo fue convocado como testigo, pero sí se lo sometió a un breve proceso en Polonia, en 1947, y se lo ahorcó en el mismo campo de Auschwitz.

Jonathan Glazer, en diferentes entrevistas que ofreció en Cannes cuando el estreno de la película, mencionó dos títulos como antecedentes: el documental pionero “Nuit et brouillard” (“Noche y niebla”, 1956), de Alain Resnais, y sobre todo el portentoso largometraje “Shoah” (1985), de Claude Lanzmann, quien rodó 300 horas de película y se tomó once años, entre 1974 y 1985, para completarlo. Lanzmann (1925-2018), intelectual fundamental del movimiento existencialista francés, estuvo íntimamente ligado a Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, y a la muerte del primero continuó con la dirección de la revista-faro de esa escuela filosófica, “Les Temps Modernes”.

“Shoah”, en sus casi 9 horas de duración, no muestra una sola escena de los campos: son testimonios de quienes sobrevivieron a ellos, y de quienes, de una manera u otra, fueron testigos (un peluquero, un guardia de estación de tren que se lleva la mano al cuello cuando menciona a Treblinka, etcétera). Lanzmann, con este film, sostuvo como principio moral que “el Holocausto es irrepresentable” porque nadie lo puede contar, nadie puede dar testimonio de lo que allí ocurrió, porque eso escapa a la dimensión humana. Intentar hacerlo sería no sólo “banalizarlo” sino intentar reducirlo, en vano, al relato de una batalla o de cualquier otro acontecimiento histórico. El Holocausto trasciende a cualquier acontecimiento, es único, y por eso, según Lanzmann, irrepresentable.

“No hay forma de urdir una ficción que muestre 3000 personas muriendo por asfixia, juntos, en el interior de una cámara de gas en Birkenau. No se puede, no se debe. El testigo Filip Muller cuenta cómo era eso en “Shoah” y estoy seguro de que no hay otra forma de expresarlo”, dijo en un reportaje.

A Lanzmann, que visitó varias veces la Argentina (al punto tal de que su autobiografía, publicada en 2011, se llama “La liebre de la Patagonia, ya que se identificaba con ese “animalito que tiene a la huida como su arma de supervivencia”), lo entrevistamos en 2000 cuando vino al Bafici a presentar su película “Un vivant qui passe” (“Alguien vivo que pasa”), un extenso reportaje que le hizo a Maurice Rossel, delegado en Berlín del Comité Internacional de la Cruz Roja que “visitó” Auschwitz durante la guerra y que dijo, en su momento, “no haber visto nada raro”. También dijo que nunca vio el infame letrero “Arbeit Macht Frei” (“El trabajo libera”), a la entrada del campo. El film tenía como objetivo demostrar sus mentiras, su mala fe y su antisemitismo, y lo logra plenamente a partir de varios de sus lapsus, empezando por el que usa en el título. Rossel dice que vio, en un momento, “una persona viva” que pasaba por allí, refiriéndose con claridad a un prisionero que aún no había sido gaseado. Por razones de tiempo, dijo, no incluyó el testimonio de Rossel en “Shoah” porque merecía un film aparte.

Durante nuestra conversación con Lanzmann tocamos un tema que, ya para ese entonces, había morigerado un tanto, pero que aún lo ponía de malhumor. Él había detestado “La lista de Schindler”, y mantuvo una polémica pública con Steven Spielberg (se publicaron varios libros sobre el tema) por su, a su criterio, “obscena” representación del Holocausto. Lanzmann no soportó que la película creara “suspenso a la Hollywood”, por ejemplo, en la escena de las duchas, cuando el espectador cree que saldrá gas y termina saliendo agua. “Eso es inmoral”, protestó. Dos años más tarde, diferenciaría “El pianista”, de Roman Polanski, porque su historia se detiene antes del inicio del Holocausto. Seguramente, Lanzmann aprobaría el punto de vista elegido por “Zona de interés”: la falta de cualquier recreación gráfica del horror del Holocausto. Ni siquiera se ve un solo prisionero, aunque se oigan a lo lejos, y esporádicamente, sus gritos, mientras la más brutal cotidianeidad, inclusive los “buenos sentimientos”, fluyen entre las familias de los verdugos.

Y esto también está en consonancia con la expresado por otro gran pensador que dedicó tantas páginas al tema, George Steiner, quien escribió: “[El pianista Walter] Gieseking tocaba la música completa para piano de Debussy en las noches que se oían los gritos de la gente en los vagones sellados de la estación de Munich, camino de la cercana Dachau. Esos gritos se oían en la sala de conciertos. Eso está registrado. Y no hay nadie que dijera que Gieseking no tocaba magníficamente o de que su público no estuviera totalmente profundamente conmovido. Pese a los gritos que todos oían. No sólo Adorno habló de poesía y Auschwitz; también Walter Benjamin sostuvo que en la base de toda gran obra de arte hay un montón de barbarie”.